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Historia Legendaria Del Señor Nazareno De La Merced De La Nueva Guatemala De La Asunción

Historia Legendaria Del Señor Nazareno De La Merced De La Nueva Guatemala De La Asunción

Jesus de la Merced 076

 

Autor: Celso A. Lara Figueroa
Universidad de San Carlos de Guatemala

Era una tarde calurosa del mes de agosto. Los chorros de oro derretido resbalaban sobre los arabescos de los palacios señoriales y los cimborrios de los conventos y monasterios de Madrid.

En el convento de las Carmelitas Descalzas, fundado siglos atrás por Santa Teresa de Jesús, el movimiento de personas ajenas a la comunidad era intenso. Esta tarde las novicias recibirían su traje talar y las antiguas profesas renovarían sus votos perpetuos.

Las pisadas de los visitantes resonaban en las baldosas del locutorio, empujando al silencio a los rincones de las celdas.

En uno de los claustros interiores, tras el refectorio, una monja joven, sentada en un banco de piedra bajo una enramada de bugambilia, contemplaba las arcadas de cristal que varios surtidores de una fuente cincelaban en el espacio. Bajo el tosco sayal acanelado, propio de las Carmelitas Descalzas, sobresalía la torneada silueta de su cuerpo. La toca del hábito servía de marco a su rostro enigmático: de tez dorada y tersa como la pana. Labios finos color de geranio y profundos ojos claros, inmensamente soñadores, parecían horadar los gruesos muros del convento.

Su pensamiento caminaba hacia adentro por el pasillo de los recuerdos. La monja soñaba... cavilaba... volvía a vivir.

...Aquella tarde había también estado espléndida, como la de ahora (y su memoria la capturaba como si hubiese ocurrido ayer). Después de realizar el noviciado obligatorio para poner a prueba y templar su vocación, había formulado sus votos perpetuos ante el capítulo de la orden y el Cardenal-Arzobispo, ingresando así como miembro de la orden de las Carmelitas Descalzas, su más ferviente anhelo, desde siempre.

En verdad, siempre había aspirado a ser monja. Allá en la tranquilidad del solar de la casa de la hacienda de sus padres, enclavada en un antiguo reino de nombre Guatemala, lugar bañado de luz y follaje, al otro lado de la mar oceánica; y que formaba parte del Nuevo Mundo, de lo que fue la América Española. En aquellos parajes fue donde sus ojos descubrieron por primera vez la transparencia de la luz. Ahora suspiraba en la ausencia del suelo natal el cual nunca había podido olvidar.

Ah! Patria mía, patria mía –exclamaba cada vez que se le atragantaba en la mente-, el vigor de tu follaje y el calor de tu cielo corren por mis venas. Del rocío de tus albas sagradas está conformado mi cuerpo, y en mi alma anida tu ensueño y tu grandiosa sencillez... retazo de mi ilusión.

En la paz de aquel valle había pasado momentos inolvidables –los recuerdos se le venían a borbotones- ¡Ah, sí! ...sentada al pie del frondoso mangal que crecía en el centro de la hacienda, oyó el diálogo de cristal entre el río y la piedra, observando a los pájaros refugiarse en las copas de los árboles para apagar el incendio de celajes que en sus alas el ocaso encendía, había leído el libro de las Moradas de Santa Teresa de Jesús.

Tan místico y sublime le había parecido el mensaje que encerraba, que volvió a leerlo una y mil veces más. Por ello estaba segura que había sido Santa Teresa quien había despertado a su anhelo religioso. Ya segura de sí misma, pidió entonces a sus padres que le enviasen a un convento. Después de meditarlo algún tiempo, decidieron llevarla a España en donde la recluyeron en el Convento de Carmelitas Descalzas de Madrid.

Pobres padres míos –musitaba- verdaderamente sufrieron al verme trasponer las rejas del convento: habían planeado tanto para mí! Soñaban con que brillaría en los salones de la alta sociedad guatemalteca.

Pero, Eugenia, la hija de los señores Barahona y Palomeque, se había decidido por la tranquila soledad del convento.

Rememoraba también que, más de algún pretendiente se había quebrado ante la fuerza de su alma. Todavía recordaba cuando alguien le dijo en una oportunidad, al salir de misa...

-¡Sor Margarita!, ¿acaso no ha escuchado la campana que llama a los oficios de nona?- estalló la voz de una monja vulnerable desde las arcadas del claustro. En un instante los recuerdos se diluyeron en su tribulación y humildemente repuso:

-¡Ay madre Priora!, ¡perdonadme! Estaba tan concentrada en mis pensamientos que no escuché el repique de las campanas de la iglesia. En estos momentos voy para allá.
Y levantándose apresuradamente se perdió en las galerías de los claustros.

 



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